A sus 45 años su rostro ya había sido invadido por las arrugas. Las había de todas clases. En la frente y entre las cejas se podía observar a unas cuantas de ellas muy profundas y paralelas, alrededor de sus ojos negros y de sus labios las marcas del envejecimiento del cutis eran pequeñas y poco marcadas, aunque no pasaban desapercibidas, e iban en la dirección en la que su manera de sonreír había determinado. Para poder observar más minuciosamente el paso del tiempo en su rostro había que acercarse demasiado, por lo que su esposa, la señora Clara, era la única que podía saber con precisión los cambios que, uno tras otro, se iban produciendo.
A sus 55 años su piel ya había empezado a perder la elasticidad. El primer signo incuestionable de que esto estaba sucediendo se dio entre la barbilla y el cuello, lugar en el que la piel cedió a la gravedad terrestre. Pero la falta de amoldamiento de su corteza humana no se limitó solo a ésta zona de su cuerpo. Sus brazos parecían estar consumiéndose desde dentro, igual que sus piernas, haciendo que el traje natural del señor Miguel fuera demasiado grande para su cuerpo interior, como si el adhesivo natural que une la piel al músculo se debilitara, como si la atracción molecular entre los distintos elementos desapareciera de un modo casi imperceptible pero evidente. Aparte de la falta de elasticidad su pellejo se fue suavizando, como las mejillas de un recién nacido, haciéndose cada vez más fino y emblanquecido año tras año.
A sus 60 años su cabello ya era de un blanco intenso. Hacía tiempo que éste había perdido su color natural, y aunque tampoco ocurrió de un día para otro, el proceso fue rápido, como si hubiera envejecido de golpe. En cuestión de meses ese negro azabache que siempre lo había caracterizado empezó a volverse gris, comenzando por la nuca y avanzando, poco a poco y día tras día, hasta llegar a las cejas. Éste fue el primer síntoma evidente, para él y para todos aquellos que lo rodeaban, de que ya se estaba haciendo mayor, hasta que llegó el segundo síntoma manifiesto y que acabó de identificar al señor Miguel como una persona de la tercera edad.
A sus 70 años sus huesos y sus músculos habían empezado a debilitarse notablemente. El señor Miguel ya no podía salir a pasear durante horas por el pueblo o por el bosque sin la ayuda de su bastón. Sus piernas ya no aguantaban su peso durante mucho rato, se cansaba y hasta le faltaba el aliento, su respiración era ronca y a veces necesitaba oxígeno embotellado, y si esto le hubiera ocurrido en mitad de uno de sus paseos no habría habido nadie para socorrerle. Así que tuvo que acortar de manera considerable sus caminatas y también tuvo que evitar quedarse solo, ya fuera por el bosque, por el pueblo e incluso por su casa. Los músculos del señor Miguel se debilitaban día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Llegó un momento en el que hasta se cansaba al hablar, al respirar, al tragar, al pestañear…
A sus 80 años sus ojos y sus oídos dejaron de cumplir con su función. Su mujer, aunque fuera diez años más joven que él, no podía ayudarle, sus huesos y sus músculos habían empezado a debilitarse considerablemente, y su marido necesitaba a una persona joven y fuerte las veinticuatro horas del día para comer, asearse, hacer un poco de ejercicio, etc.
El señor Miguel, aunque era el testigo más directo de esta transformación, no quiso aceptarla. No soportaba la idea de que su vida ya llegaba a su fin, que ya estaba en la recta final y que cada día que pasaba era un día regalado, un día de propina en su vida. Esto le agrió el carácter, ya no sonreía, hacía mucho tiempo que lo único que hacía era gruñir a quien se le acercara, hasta el día en que conoció a Estrella. Aquella tarde de verano algo dentro del señor Miguel empezó a cambiar para siempre.
A sus 55 años su piel ya había empezado a perder la elasticidad. El primer signo incuestionable de que esto estaba sucediendo se dio entre la barbilla y el cuello, lugar en el que la piel cedió a la gravedad terrestre. Pero la falta de amoldamiento de su corteza humana no se limitó solo a ésta zona de su cuerpo. Sus brazos parecían estar consumiéndose desde dentro, igual que sus piernas, haciendo que el traje natural del señor Miguel fuera demasiado grande para su cuerpo interior, como si el adhesivo natural que une la piel al músculo se debilitara, como si la atracción molecular entre los distintos elementos desapareciera de un modo casi imperceptible pero evidente. Aparte de la falta de elasticidad su pellejo se fue suavizando, como las mejillas de un recién nacido, haciéndose cada vez más fino y emblanquecido año tras año.
A sus 60 años su cabello ya era de un blanco intenso. Hacía tiempo que éste había perdido su color natural, y aunque tampoco ocurrió de un día para otro, el proceso fue rápido, como si hubiera envejecido de golpe. En cuestión de meses ese negro azabache que siempre lo había caracterizado empezó a volverse gris, comenzando por la nuca y avanzando, poco a poco y día tras día, hasta llegar a las cejas. Éste fue el primer síntoma evidente, para él y para todos aquellos que lo rodeaban, de que ya se estaba haciendo mayor, hasta que llegó el segundo síntoma manifiesto y que acabó de identificar al señor Miguel como una persona de la tercera edad.
A sus 70 años sus huesos y sus músculos habían empezado a debilitarse notablemente. El señor Miguel ya no podía salir a pasear durante horas por el pueblo o por el bosque sin la ayuda de su bastón. Sus piernas ya no aguantaban su peso durante mucho rato, se cansaba y hasta le faltaba el aliento, su respiración era ronca y a veces necesitaba oxígeno embotellado, y si esto le hubiera ocurrido en mitad de uno de sus paseos no habría habido nadie para socorrerle. Así que tuvo que acortar de manera considerable sus caminatas y también tuvo que evitar quedarse solo, ya fuera por el bosque, por el pueblo e incluso por su casa. Los músculos del señor Miguel se debilitaban día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Llegó un momento en el que hasta se cansaba al hablar, al respirar, al tragar, al pestañear…
A sus 80 años sus ojos y sus oídos dejaron de cumplir con su función. Su mujer, aunque fuera diez años más joven que él, no podía ayudarle, sus huesos y sus músculos habían empezado a debilitarse considerablemente, y su marido necesitaba a una persona joven y fuerte las veinticuatro horas del día para comer, asearse, hacer un poco de ejercicio, etc.
El señor Miguel, aunque era el testigo más directo de esta transformación, no quiso aceptarla. No soportaba la idea de que su vida ya llegaba a su fin, que ya estaba en la recta final y que cada día que pasaba era un día regalado, un día de propina en su vida. Esto le agrió el carácter, ya no sonreía, hacía mucho tiempo que lo único que hacía era gruñir a quien se le acercara, hasta el día en que conoció a Estrella. Aquella tarde de verano algo dentro del señor Miguel empezó a cambiar para siempre.
1 comentario:
Noia...té un final una mica precipitat no? La descripicó enganxa, és una bona presentació per a una novel·la però el problema és que l'has acabat massa aviat! Fes-nos una entrega per capítols, i així ens mantens intrigats i interessats!!
Això si, m'ha sorprès que escriguis en castellà! jejeje ;)
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