18 junio, 2009

Elogio de la lentitud


Una tarde bruñida por el sol de verano de 1985, mi viaje de adolescente por Europa se detiene en una plaza de las afueras de Roma. El autobús que ha de llevarme a la ciudad lleva veinte minutos de retraso y no parece que fuera a aparecer. Sin embargo, el retraso no me molesta. En vez de ir de un lado a otro por la acera o llamar a la compañía de autobuses y presentar una queja, me pongo los auriculares del walkman, me tiendo en un banco y escucho a Simon y Garfunkel, que cantan sobre los placeres de hacer las cosas despacio y el momento duradero. Cada detalle de la escena está grabado en mi memoria: dos chiquillos dan patadas a una pelota alrededor de una fuente medieval, las ramas de los árboles rozan un muro de piedra y una anciana viuda lleva verduras a casa en una bolsa de mallas.


Avancemos velozmente quince años, y todo ha cambiado. El escenario es ahora el ajetreado aeropuerto romano de Fiumicino, yo soy un corresponsal de prensa extranjero que se apresura a tomar el vuelo de regreso a Londres. En vez de dar puntapiés a los guijarros y sentirme eufórico, camino a grandes zancadas por la sala del aeropuerto, maldiciendo en silencio a toda persona que se cruza en mi camino a un ritmo más lento. En vez de escuchar música popular con un walkman barato, hablo por el móvil con un director de periódico que se encuentra a miles de kilómetros de distancia.


En la puerta me coloco al final de una larga cola, en la que no hay nada que hacer más que esperar. Soy el único incapaz de estar mano sobre mano. Hacer que la espera sea más productiva parece que sea menos espera, así que me pongo a hojear un periódico. Y es entonces cuando tropiezo con el artículo que acabará por inspirarme para escribir un libro acerca de la lentitud.


He aquí el titular que me llama la atención: “El cuento para antes de ir a dormir que sólo dura un minuto”. A fin de ayudar a los padres que han de ocuparse de sus pequeños consumidores de tiempo, varios autores han condensado cuentos de hadas clásicos en fragmentos sonoros de sesenta segundos. Hans Christian Andersen comprimido en un resumen para ejecutivos. Mi primer reflejo es gritar ¡eureka! Por entonces estoy trabado en un tira y afloja con mi hijo de dos años, a quien le gustan los relatos largos leídos despacio y con muchas digresiones. Pero todas las noches procuro echar mano de los cuentos más cortos y se los leo con rapidez. A menudo nos peleamos: “Vas demasiado rápido”, se queja. O, cuando me dirijo a la puerta: “¡Quiero otro cuento!”. En parte me siento atrozmente egoísta cuando acelero el ritual a la hora de acostarse el pequeño, pero por otra parte no puedo resistirme al impulso de apresurarme para hacer el resto de las cosas que figuran en mi agenda: la cena, el correo electrónico, leer, revisar facturas, trabajar, las noticias de la televisión… dar un paseo largo y lánguido por el mundo del doctor Seuss no es una opción factible. Es demasiado largo.


Así pues, a primera vista, la serie de cuentos para antes de ir a dormir reducidos a un minuto parece demasiado buena para ser cierta. Sueltas de carrerilla seis o siete “cuentos” y terminas antes de que hayan pasado diez minutos: ¿podría haber algo mejor? Entonces, cuando empiezo a preguntarme con qué rapidez Amazon podrá enviarme toda la serie, aparece la redención en forma de interrogante: ¿acaso me he vuelto loco de remate? Mientras la cola ante la puerta de embarque serpentea hacia la última comprobación del billete, doblo el periódico y me pongo a pensar. Mi vida entera se ha convertido en un ejercicio de apresuramiento, mi objetivo es embutir el mayor número de cosas posibles por hora. Soy Scrooge con un cronómetro, obsesionado por ahorrar hasta la última partícula de tiempo, un minuto aquí, unos pocos segundos allá… Y no se trata sólo de mí. Todas las personas que me rodean, los colegas, los amigos, la familia, están atrapados en el mismo vórtice.


Carl Honoré, Elogio de la lentitud. Un movimiento mundial desafía el culto a la velocidad.